“Los árboles son parte del entorno urbano porque al hombre le conviene.”
El hombre ha
introducido a los árboles en la ciudad, porque los“quiere” para obtener
de ellos sus multiples
beneficios , sin desconocer los inconvenientes que le generan, y las
alternativas para solucionarlos o tolerarlos.
Para entender uno de los "inconvenientes" que más afectan al humor de la gente, reproducimos esta nota de El Litoral.com, donde Néstos FENOGLIO trata con humor el tema de la "hojas caídas".
El Litoral.com (20/3/10)
Marche una de hojas caídas
El toco es oportunista, levantisco, tipo vi luz y entré, una
porquería permisiva y aprovechadora, un mínimo de esfuerzo, un argentinismo. Se
viene el otoño, se caen, románticas, las hojitas. Marche, entonces, una de
hojas caídas...
Santa Fe es una ciudad jodida. Y antes de
que empiecen a quejarse les digo que tal aseveración está formulada desde la
óptica de las empresas que prestan (prestan las pelotas: bien que lo cobran) el
servicio de barrido y limpieza. Una ciudad como Santa Fe, llena de árboles,
para colmo árboles que tienen el descaro de ser estacionales y no los más
cancheros de follaje perenne, es un problema a resolver, todos los días, por
los encargados de la limpieza.
Así que todo lo bucólico que tienen las hojitas amarillas del
fresno cayendo, el colorido dispar que tienen nuestras calles de acuerdo con el
avance inexorable del ocre en los árboles, se transforman en una sarta de
puteadas en la boca del barrendero, un tipo repodrido de barrer las ya
repodridas hojas amarillas, un día tras otro, hasta que por fin el tronco se
queda pelado y vacío, listo para los brotes futuros. Como ven, todo es cuestión
de perspectiva.
Tenemos una relación temprana con las hojitas de los árboles.
Porque de pequeñitos podemos entretenernos un rato largo alzando hojas de todo
tipo, actividad reforzada desde la escuela, donde nos instan a hacer, incluso a
los nenes ya visiblemente torpes como el que suscribe, primorosas
construcciones con hojitas de todos colores pegadas en el cuaderno: vestidos,
techos de casas, caminitos, todo con las hojitas que recogemos de la calle, con
el adicional de tener que saber de qué árbol provienen y todas esas cosas. Hay
tipos, ya que estamos, que pasan su vida entera desfilando delante de árboles
cuyos nombres desconocerán hasta que se mueran.
Pero que el árbol no nos tape el bosque. Estamos hablando de las
hojitas caídas. En estos días, las hojas amarillas recrean la posibilidad para doña
Marcia y todas las doñas, de salir a la inútil batalla desigual de intentar
mantener la vereda limpia. A mí me da gracia eso de estar barriendo acá y
volver a comprobar que allá, donde ya barrimos, vuelven a caer, sin pausa ni
prisa, sino porque es así nomás, nuevas hojas, que agravian el sentido de
pundonor y limpieza de la vecina. Que la oportunidad es propicia para charlar
sobre la actualidad del país y del barrio es una posibilidad extra que debe uno
agradecer al otoño, sin lo cual quizás ni nos enteraríamos de que la quiosquera
lo mandó al carajo al esposo y ahora atiende ella sola, o de que don Pocholo
cambió el auto, no sé cómo hace, tanto que llora miseria el señor...
También, ni qué hablar, son una fuente de trabajo. Para la
empresa encargada de la limpieza o para los empleados municipales.
Lo cierto es que las hojas quedan ahí, en el asfalto, en una
parva al lado del cordón, listas para ser pisadas por bicicletas y autos, o
pateadas con énfasis y gracia por chicos de edad y de espíritu. Está bueno eso
de mandarse en el medio de la parva, sobre todo si los cretinos de siempre no
esconden medios ladrillos, ramas arteras, agua servida (es agua tirada, no sé
por qué hay que llamarle servida) y otras beldades. No lo dejan divertirse a
uno.
Puestas en bolsas de basura por vecinos muy responsables o
escrupulosos, tanto que no quieren ver lo que consideran basura, obligan a la
utilización de las ahora caras bolsas de consorcio, las que uno deja sólo para
ocasiones especiales (tirarle al nene su ya sucia colección de latitas de
cerveza o los pedazos del nono recién descuartizado, por ejemplo) y que ahora
no alcanzan siquiera para contener tanto árbol suelto por la calle. Uno ve
gente grande haciendo piruetas dentro de la bolsa, como preparada para jugar a las
ya -ay, a veces ciertas cosas del pasado, se extrañan por simpleza y pureza,
aun a riesgo de ser tildado de viejo chocho- olvidadas carreras de embolsados,
y en realidad quieren apisonar las hojas para que entre más, pues parece que la
parva es interminable.
Las hojas del otoño remiten a otros códigos, el religioso o el
artístico, capaz de poner una pudorosa hoja de parra -agrandados, sobradores,
bien podía usarse una más modesta, de trébol, digamos- estratégica, que habrá
que sostener por estos días con mayor énfasis pues la naturaleza las manda al
piso.
Y en la Argentina de nuestros días, los árboles pelados se
transforman en una cruel metáfora de lo que nos pasa: deshojados, desnudos,
desprotegidos... Pero no hay por qué quejarse tanto tampoco, pues cada
despojamiento es necesario, un paso previo para resurgir, para esperar brotes,
para que la poesía renazca y se eleve, para que las bucólicas espirales que
cada pequeña hojita describe en su tenue caída.... Bah, en realidad, lo que
quiero es que me digan en cuál parva me escondieron la bicicleta los vagos.
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